domingo, 2 de noviembre de 2008

LAS IDEAS POLÍTICAS DE LOS PENSADORES POSITIVISTAS VENEZOLANOS COMO SUSTENTO DE LA CONCEPCIÓN AUTORITARIA DEL ESTADO



Rolando J. Núñez H.

UPEL- Maracay

rolandonunez70@hotmail.com


INTRODUCCIÓN

Para el historiador venezolano Elías Pino Iturrieta (2007), “EL PERSONALISMO ES UN FENÓMENO CONSTANTE en la historia de Venezuela” (p. 9). Así, si hacemos un recorrido que parta desde la I República y llegue al llamado gobierno bolivariano de Hugo Chávez de los últimos años, vamos a conseguir esa marca indeleble del personalismo político venezolano. Si en Italia, hoy día cae el Primer Ministro, el país, la política y el Estado siguen su marcha sin ningún tipo de traspiés; en Venezuela eso es y ha sido impensable.

¿Qué genera esta particularidad de nuestra cultura y praxis política? Muchos podrían ser los factores a considerar desde el punto de vista sociológico, político, psicológico e incluso antropológico. No nos vamos a detener en todos ellos. Nuestro tema o problema de estudio acá va a ser el papel justificador que jugó, y de alguna manera aún juega, la filosofía positivista importada de Francia en el siglo XIX, para darle piso ideológico a ese personalismo que en la práctica política nuestra se ha convertido en “autoritarismo”, es decir, en la justificación filosófica, política y socio-cultural, de la existencia de una persona determinada, que en un momento dado ostente el poder y lo maneje según su propia visión del mundo y según sus intereses y los de aquellos que le rodean.

La filosofía política positivista, que analizaremos más adelante, en el pensamiento de los intelectuales comteanos venezolanos, se convierte en la cédula de ciudadanía del personalismo y del autoritarismo que de aquel deriva.

Nuestro punto de partida es la “de-construcción crítica” de la tesis de que el venezolano es desorganizado e inmaduro por naturaleza, y que siempre necesitará a un gendarme que lo premie o castigue, según sea el caso. Las élites venezolanas que históricamente han gobernado el país, sean ellas de derecha o de izquierda, han demostrado una gran desconfianza y un gran desprecio para con el pueblo venezolano; esto ya desde el mismo Bolívar, para quien Venezuela no estaba preparada para una verdadera democracia y mucho menos para un sistema federal, esto es descentralizado, de gobierno. Esta manera de percibir al país consiguió en el positivismo la justificación perfecta para todos los males y fracasos que como país y como cultura habíamos tenido, pudiésemos decir que desde la colonia. ¿Es esto realmente así? ¿Es la naturaleza del venezolano el desorden y la anarquía? ¿No es esta una visión altamente arbitraria de la realidad? ¿Está condenado (sartreanamente hablando) el pueblo venezolano a la sumisión política e ideológica? Es lo que queremos indagar.

Como ya hemos apuntado el primer problema con el que el tema del autoritarismo se vincula es con el del personalismo, pero hay otros, que tienen que ver, por ejemplo, con el tema del militarismo, como constante en nuestro quehacer patrio; aparece también el problema de la corrupción y el mal funcionamiento de las instituciones. Ligado está también el tópico de la no continuidad en las políticas sociales, económicas y nacionales en general. En este ensayo, aunque no perdamos de vista estas problemáticas apuntadas, nos vamos a centrar en el autoritarismo como síntoma y como manifestación y en su justificación epistemológica.

Se propone entonces: 1) indagar en los fundamentos históricos y epistemológicos de la filosofía positivista; 2) caracterizar la filosofía política que aparece como consecuencia de la visión que de la realidad tiene el positivismo y 3) interpretar cómo ese pensamiento filosófico – político positivista impacta la teoría y la praxis política venezolana.

Las fuentes que se han empleado provienen de la reflexión filosófica e historiográfica asentada en nuestro contexto venezolano. Para ello hemos acudido a los pensadores positivistas venezolanos más destacados en el siglo XIX y XX. Con esos materiales se ha hecho un ejercicio hermenéutico de interpretación y de comprensión de los textos y de los contextos para tener un acercamiento a lo que el positivismo ha significado y significa para el hombre político venezolano presente, pasado y futuro.



FUNDAMENTACIÓN HISTÓRICA Y EPISTEMOLÓGICA DEL POSITIVISMO

Ninguna concepción

puede conocerse bien sino es por su historia.

Augusto Comte

1. Visión global de la filosofía positivista

En la visión de realidad, de sociedad y de cultura, es decir, en la concepción ontológica que Comte representa, la historia es una sola, citado por Canals (2002), el padre del positivismo dirá: “La evolución fundamental de la humanidad, como el conjunto de la jerarquía animal, presenta, en todos los aspectos, una armonía más y más completa a medida que se aproxima a los tipos superiores” (P. 118). Ésta no es otra que la historia de occidente, de manera que todo lo que haya ocurrido, y ocurra, en el ámbito occidental tiene que ser paradigma de los procesos, cualquiera que ellos sean, que se gesten en cualquier otro lugar del planeta. El pensamiento moderno, del cual es subsidiario el positivista, ni siquiera se plantea la posibilidad de que la noción de “historia universal”, asumida y aceptada como presupuesto epistemológico, o más aún, epistémico, no sea más que una construcción del hombre europeo que piensa la realidad de una manera particular a partir de autores como René Descartes, por nombrar sólo a uno que es, entre otras cosas, considerado como el padre de la modernidad.

En este orden de ideas, las consecuencias teóricas y prácticas que el enfoque positivista implica son bien precisas: lo científico, lo religioso, lo estético, lo económico, la existencia concreta y lo socio – político van a ser considerados desde esa concepción global que entiende al hombre desde el desarrollo progresivo y determinado hacia un “estadio superior” y más perfecto que los anteriores.

Esto nos lleva entonces a que cualquier aproximación que queramos hacer a la noción de positivismo como justificación del poder en la historia política venezolana debe pasar por un necesario examen de lo que el positivismo significa desde sus presupuestos filosóficos.

2. El organismo humano como metáfora

Augusto Comte, citado por Canals (2002), entiende la historia de occidente como el proceso de la “marcha progresiva del espíritu humano” (P. 93). Pudiésemos decir que para Comte la metáfora más adecuada para explicar este progreso es la vida de cualquier hombre o cualquier mujer que nos topemos por la calle. Todos nosotros atravesamos por tres grandes momentos a lo largo de nuestra vida: niñez, adolescencia y adultez. Cada una de estas etapas son momentos o estadios, en donde la aparición de uno de ellos significa la superación del anterior y, por tanto, un no retorno, si alguien regresa de la juventud a la niñez diríamos, a la luz de la psicología contemporánea, que esa persona ha “involucionado”. ¿Cuáles son las características de cada una de esas etapas?

En la niñez damos explicaciones ingenuas, fantasiosas a los eventos que nos ocurren; les atribuimos rasgos mágicos, misteriosos a las cosas. Ordinariamente son los adultos los que, generalmente, cuentan historias irreales a los niños para explicar situaciones que tienen aspectos engorrosos desde el punto de vista de su complejidad, o por sus implicaciones sexuales o de prejuicios, etc. Así, el niño va a creer en el “viejo del saco” o en el “coco”, o el “loco”; en su imaginario también va a estar “El niño Jesús” o “Santa Claus”, “La cigüeña” que traerán regalos la noche de navidad o niños, etc. En la medida en que el tiempo pase el niño se dará cuenta de que estas historias no son verdaderas e irá descubriendo los motivos reales de todos estos eventos.

Ese niño pasará luego a la etapa de la juventud. Lo propio de ese periodo es la rebeldía, el rebelarse contra todo aquello que en la niñez representó verdad absoluta; la juventud viene a ser el momento de las preguntas, de las interrogantes, de la duda, de la especulación incluso. Habitualmente las actitudes de rebeldía son recordadas luego por la gente con cierta simpatía y hasta con condescendencia pero nunca con actitud de aprobación; el adulto con regularidad se recrimina a sí mismo muchas de las cosas que hizo de joven

Viene luego la adultez y con ella el conocimiento seguro de la realidad; la solidez aparece como expresión de madurez, de solidez.

Este esquema que, como sabemos, no es tan lineal ni tan simplista como aparece arriba descrito, es el que le permite decir a Comte que también la humanidad pasa por estos momentos; más aún, para Comte la “humanidad” ya ha pasado por estos estadios y ha arribado al último estadio, positivo; o sea según el autor en 1844, que es cuando escribe El discurso sobre el espíritu positivo, ya este proceso gradual ya se había dado. Pero, ¿qué entiende Comte por “humanidad”, o “historia de la humanidad”? Para Comte, desde su visión moderna, y por tanto universalizante y eurocéntrico, de la realidad, Humanidad va a ser Europa; ha sido la cultura, o la civilización europea la que ha pasado ya por esos momentos. En ese tránsito la humanidad europea ha tenido líderes, gobernantes, dirigentes, que le han llevado a ese momento glorioso y perfecto que es el culmen de la modernidad para el positivismo comteano.

De modo que la niñez de la humanidad vendría a ser lo que Comte llama el estadio “teológico” o “supersticioso”. Allí el hombre primitivo se asombra y aterroriza ante los fenómenos naturales tales como la lluvia o la erupción de un volcán; en un primer momento le atribuirá a estos portentos cualidades de espíritus de la naturaleza, adorará objetos, animales, fetiches en general; por eso llama Comte a este primera fase “fetichista”; después el hombre centrará sus creencias en diversos dioses; prácticamente todos los pueblos antiguos adoraron dioses, ídolos, etc. A esta fase la llamará el filósofo “politeísta”; acá incluso se puede incluir a la Grecia llamada Arcaica. Y finalmente sobreviene la fase “monoteísta” en clara referencia al pueblo hebreo y a la tradición cristiana.

La juventud de la humanidad, y la lógica superación del estadio “teológico”, será denominada por el positivismo clásico momento “filosófico” o “metafísico”. Acá la humanidad deja atrás todos esos meta relatos cándidos y se planteará la pregunta por el porqué de las cosas, buscará ir más allá y en base a esa requisitoria elaborará un conocimiento teórico que denigrará del mito, de lo religioso y abstraerá esencias que pretenden explicar la realidad; también acá la alusión es clara al pensamiento griego, desde sus orígenes en las colonias griegas de Asia Menor hasta su decadencia en los estertores del helenismo.

“Comte consideraba al positivismo como última etapa en el proceso evolutivo de la humanidad” (P. 167), Según la apreciación de De la Vega (1998). Inexorablemente, según Comte, sobrevendrá el tercer y definitivo estadio; que viene a ser la edad adulta de la humanidad, de la modernidad. Dirá Comte, en cita de Canals (2002):

En fin, en el estado positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para aplicarse únicamente a descubrir, mediante el empleo bien combinado del razonamiento y de la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de semejanza (P. 94).

Este estadio denominado “científico” o “positivo” sólo se fiará de lo observable, de lo palpable, de aquello que se puede ver, oír, gustar, tocar y/o oler, dejando atrás toda especulación metafísica y mucho más atrás toda referencia a lo considerado por Comte supersticioso. Conviene a estas alturas puntualizar pues la connotación que el término “positivismo” asume desde este discurso, en el sentido epistemológico, pues “positum”, de donde viene positivo, se referirá única y exclusivamente a lo que puede ser obsevable; lo positivo viene a ser pues el “dato”, lo que no sea dato observable simplemente no existe, es pura ilusión.





FILOSOFÍA POLÍTICA POSITIVISTA

El culto de los hombres verdaderamente superiores

forma así parte esencial del culto a la humanidad.

Augusto Comte.

1. El autócrata civilizador

Principios rectores para que se dé este proceso histórico postulado por Comte serán el “orden” y el “progreso”; sin estos dos preceptos no hay perfeccionamiento posible. Obviamente la cabal y adecuada ejecución de estos aspectos deberá ser responsabilidad y atribución de los gobernantes.

Pero, ¿qué ocurre con esos pueblos que no hayan entrado en este proceso de “cientifización” o “positivización”? Para Comte la respuesta es muy sencilla. Debe haber en medio de esos pueblos, siempre puesto que eso es una ley de la historia, un jefe, un caudillo, un autócrata, en fin, un gobernante, lo suficientemente fuerte, sabio y carismático, que dirija a su pueblo a la “civilización”, a la “modernidad”. Este debe ser un personaje que sepa castigar cuando corresponda y sepa premiar cuando sea el caso.

Habrá pueblos que sean más dóciles y maleables y habrá otros a los que le costará menos desarrollarse rápidamente, y habrá otros que se mostrarán más reacios a los cambios y al progreso; esos tendrán que ser tratados de manera más dura y enérgicamente. Todo va a depender de en que estadio se encuentre ese pueblo o esa cultura, mientras más “teológico” o “metafísico” más atrasado será, puesto que estará más alejado de la modernidad, de la utopía de civilización formulada por Comte. Es desde esta visión desde la que se ubica el orden político, económico, social, tecnológico y cultural en general. En el fondo esta perspectiva se convierte en paradigma epistemológico que ni siquiera cuestionamos puesto que, “ingenuamente”, todos coincidimos en que el “desarrollo” y el “progreso” son necesarios y, en último término, si es necesario que nos “disciplinen” (externamente) un poco pues habrá que asumirlo.

De ahí precisamente va a nacer en América Latina la tesis del “gendarme necesario”, tesis según la cual el latinoamericano, y muy especialmente, por ser nuestro caso, el venezolano, es desorganizado por “naturaleza”. Esto, como es natural, implica que este sujeto desorganizado va a necesitar un gendarme, esto es, un policía, que lo vigile, lo premie y lo castigue continuamente, porque de otra forma se portará mal. Esto lógicamente nos ubica en el momento teológico. La otra cuestión es que esa desorganización está en la naturaleza del hombre latinoamericano, y venezolano; si está en su naturaleza está en su esencia, en su estructura antropológica y cultural, de lo cual se sigue que en el momento en que este sujeto deje de ser desorganizado pasará a ser otra cosa distinta a latinoamericano o venezolano. O sea esta tesis implicaría la negación del hombre latinoamericano en su “ser”; esto en el caso de que sea cierta dicha tesis.

Es común oír en Venezuela, a un grupo importante de la población, decir que son los gobiernos militares los que resuelven los múltiples problemas sociopolíticos de la sociedad; esta afirmación se hace basándose, primero, poniendo como ejemplos las dictaduras militares que ha habido en el país en el siglo XX (Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez), en las cuales, según esta versión todo ha sido progreso y pulcritud; segundo, en la creencia de que los militares son disciplinados, ordenados y responsables por formación.

La pregunta que surge es ¿tiene esta creencia popular algún sustento histórico y filosófico? Vamos a intentar investigar esto a continuación.

Hay que tener muy en cuenta que en Venezuela la organización del Estado, y todo lo que él implica, históricamente fue manejado por grupos muy precisos, que concebían una determinada concepción de la realidad y según esa visión particular de las cosas organizaron instituciones, leyes, ciudades, etc. La aparición, en la segunda parte del siglo XIX, de la filosofía positivista en Venezuela, le dio a estos grupos elitescos armas intelectuales para pensar el escenario sociopolítico y cultural según sus reglas de ordenar la realidad. Esa forma de ver el mundo y querer diseñar la vida del pueblo venezolano no se siempre se ha correspondido con la realidad. En cualquier caso ese ha sido el sueño, la utopía de los conquistadores, de los libertadores, de conservadores y liberales, de los militares en el poder y de los gobernantes de la democracia, diseñar una sociedad moderna y “desarrollada”, el positivismo prometía eso y mucho más. La situación dejada por la guerra de independencia, que no es otra que pobreza, desorientación, improductividad del campo, pesimismo, etc., prometía desde el positivismo tornarse en prosperidad y bienestar; se le ofrecía a las élites intelectuales un proyecto de país.

El norte de estas élites post-independentistas era distinguirse de, no parecerse más a España, y, según el Diccionario Multimedia de Historia de Venezuela de la Fundación Polar. (1997): “El afán de ser otros, distintos de los españoles, lleva a asumir el positivismo como el fundamento del nuevo paradigma de pensamiento y el vehículo hacia la adquisición de la fisonomía propia de las sociedades modernas en sus formas de producción y en su pensamiento y cultura”. La noción de paradigma adquiere acá todas las connotaciones derivadas del planteamiento de Thomas Kuhn, en el sentido de que el positivismo viene a ser el esquema mental general para analizar, comprender y construir la realidad venezolana decimonónica y del siglo XX. De modo que el pensamiento comteano se manifestará en áreas tales como: la historia, las ciencias (naturales ante todo pero también en las sociales), en la estética, en las letras, en el derecho, en la política, de manera muy marcada en la educación y obviamente en la sociología.

Para ciertas interpretaciones historiográficas las ideas positivistas tienen sus antecedentes en el ideario filosófico – político de figuras tales como Simón Rodríguez (por su insistencia en aquello de “o inventamos o erramos” y en el papel preponderante que le da a la educación en los procesos sociales de cambio), Andrés Bello (por la manera como entiende éste el estudio y la enseñanza de la historia) y Simón Bolívar (por su propuesta de constitución para Bolivia, una de las más centralistas y autoritarias que se haya conocido).

2. Génesis y evolución del positivismo en Venezuela

Según nos refiere el Diccionario Multimedia de Historia de Venezuela de la Polar, antes citado, la génesis del movimiento positivista en nuestro país data de 1863, y los nombre más destacados son: Adolfo Ernst, Rafael Villavicencio, Luis López Méndez, Alejandro Urbaneja y Lisandro Alvarado. Se impulsará, desde esta corriente, la creación de asociaciones y círculos que propaguen las ideas de la nueva escuela tales como: La Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales, el Instituto Venezolano de Ciencias Sociales y la Sociedad de Amigos del Saber, entre otras.

Así mismo son los trabajos de autores tales como Pedro Manuel Arcaya, Laureano Vallenilla Lanz, César Zumeta y José Gil Fortoul los que ofrecerán un patrón de interpretación, desde el positivismo, de la historia de Venezuela y del fenómeno socio – político conocido como caudillismo. Serán ellos los que echarán las bases para la justificación del nombrado “Cesarismo Democrático”, magistralmente humanizado en Gómez y su política dictatorial, visto por estos intelectuales como una fase necesaria en la evolución de la sociedad venezolana hacia el progreso, puesto que el gomecismo aseguraba el orden y la disciplina en los planos socio-político y económico. Gómez les demostraría sobre el terreno que su proyecto no era el de los positivistas, y muchos de ellos, en un lapso corto de tiempo, se rebelan contra Gómez, lo que les cuesta la libertad y en algunos casos la vida; otros, como Vallenilla Lanz, prefieren seguir serviles al régimen hasta el final. Este movimiento intelectual tiende a desaparecer en la etapa postgomecista pero un buen conjunto de ideas, juicios, o prejuicios, visiones de la realidad y sobretodo opiniones del positivismo pasan a formar parte de la manera de pensar del venezolano en general y de los grupos de poder, élites, dirigencia en particular.

3. Ideas rectoras del positivismo venezolano

Dos son las ideas que motorizan la tendencia positivista venezolana: primero, el “evolucionismo” que nos viene de los ingleses Stuart Mill (1806 – 1863) y Spencer (1820 – 1903). Desde esa perspectiva los positivistas venezolanos consideraran a la sociedad como un “organismo vivo”, sometido a leyes naturales determinadas. Desde esta perspectiva es lógica la fe ciega en la evolución progresiva de la sociedad (de la venezolana, en este caso) hacia grados cada vez más perfectos; esta evolución ha de ser el resultado de las fuerzas integrativas sobre las disgregativas; los positivistas venezolanos se entretendrán ampliamente en el estudio de estas fuerzas, concluyendo con cierta frecuencia que la disgregativas son imputables a la inmadurez, desorganización y anarquía características del pueblo venezolano; es por esto que la unificación social que garantiza la evolución del pueblo exige el paso por estipuladas etapas de la maduración en ese complicado cuerpo vivo.

Fieles a los postulados del filólogo francés, sostienen que la ciencia que nos puede dar un conocimiento cierto y seguro de la realidad es la que Comte llamó “física social” o Sociología; este sería el conocimiento que descubriría la estructura social y el modo para reformarla, en forma práctica, de acuerdo al grado de evolución en que se encuentre cada grupo social. Desde una perspectiva histórica, critican a los que hasta ese momento habían pretendido resolver los problemas nacionales con remedios que correspondían a sociedades que estaban en estadios distintos al nuestro.

Desde este enfoque está totalmente justificada la existencia de las dictaduras y de un Estado autoritario puesto que para establecer el orden social, erradicar de una vez por todas la “anarquía disgregativa” y afirmar el progreso como vía directa hacia la auténtica libertad se hace obligatorio el “César Democrático”, el “Gendarme necesario”, también llamado “Tirano honrado”; su existencia no será sino manifestación de una necesidad en la “evolución” del organismo social venezolano desde el viejo orden colonial a la civilización, a la modernidad.

La segunda idea clave que soporta el positivismo venezolano tiene que ver con lo que se denomina “inmigración y educación”. Comte había dicho ya que las crisis sociales proceden de la coincidencia de dos movimientos: uno de “desorganización” y el otro de “reorganización”. El primero se daría en el seno de la “época orgánica”, que es aquella en la que la sociedad se basa en un sistema de creencias fijo y firme y tiende a la conservación de un orden heredado; en el momento en el que ese sistema fijo pierde vigencia se encamina hacia su destrucción y aparece entonces el movimiento de “reorganización”, que orienta todo hacia una nueva “época orgánica”. En palabras de García y Fernández (1992): “La crisis social que vive Comte, y ante la cual reacciona, es una sociedad teológico – militar que dará paso a otra época que en definitiva será la científico - industrial o positiva” (P. 8). Para Comte, según esto, todas las épocas descansan en un “sistema de creencias”, o cosmovisión intelectual que es lo que hay que cambiar en primer termino; de lo que se trata pues es de una radical reforma intelectual. Para las élites intelectuales venezolanas, casadas con el positivismo, ese paso de una sociedad teológico – militar a una industrial implicaba (además de la construcción de vías de comunicación, nuevos edificios, saneamiento ambiental y modernización económica) “un proceso de transformación de las gentes cuyo sustrato étnico contiene una herencia cultural y unos instintos políticos que determinan la conducta de los pueblos y hacen irrealizables los mejores proyectos sociales establecidos en las constituciones y leyes escritas”, según lo podemos leer en el Diccionario Multimedia de Historia de Venezuela de la Fundación Polar. (1997).

Para poder “evolucionar” hacia sociedades más desarrolladas los positivistas venezolanos proponen dos aspectos: a) la “inmigración” de europeos, pues suponían que estos traerían una cultura superior y b) la educación como instrumento orientado a abrir las mentes a los hallazgos de la ciencia natural que dejan de lado la comprensión del mundo aportada por la metafísica y la teología, puesto que éstas no hacen sino entorpecer, e incluso detener, el progreso científico de la sociedad.

Cabe preguntarse si estos teóricos no reparan en la contradicción implícita en el asunto inmigratorio que proponen pues ellos han planteado que Venezuela, en aquel momento, no necesitaba soluciones que respondiesen a otras realidades, pero es evidente que los europeos que viniesen traían toda una concepción de mundo, del trabajo y de la vida, que no había sido producido precisamente en nuestro contexto; así, el positivismo continuamente postulará la importancia de lo propio, de lo autóctono, de la voluntad popular, pero en la práctica repetirá esquemas que ellos mismos han descalificado ya como pertenecientes al “viejo régimen”; la visión de mundo seguirá siendo la misma, epistémicamente, las “reglas generales para conocer”, de las que ya nos habló Foucault, seguirán siendo las mismas. En este sentido todos los dispositivos (sociales, culturales, políticos, intelectuales, etc.) que se produzcan, con la excusa de modernizar, desarrollar, hacer evolucionar, etc., no serán sino sostén del poder de las instituciones estatales que circulará por todos los hombres, cuerpos, objetos y entidades[1].

El otro aspecto a resaltar es el educativo, que para los positivistas adquiere una importancia capital puesto que la ven ya como un instrumento propagandístico al servicio de una determinada tendencia de pensamiento; la escuela se convertirá de esta manera en un ambiente donde, sólo en apariencia se enseña neutral y balanceadamente el conocimiento “universal” y se forma al sujeto, pero en la práctica será el panóptico, sobre el que también nos alerta Michel Foucault, que permite transmitir, plantar y mantener las ideas positivistas en boga. Esto, como sabemos, se convierte en imposición de ideología, fenómeno que luego será reproducido por los distintos grupos en el poder y que en los tiempos que corren está más vigente que nunca en las escuelas venezolanas.

Del fallecido historiador y político venezolano, Jorge Olavarría (2007), podemos leer en un artículo reeditado recientemente por el diario El Nacional: “La gestión administrativa de Guzmán Blanco en los 12 años que comprenden el septenio y el quinquenio fueron sobresalientes. (…) y creó la estructura más centralista que se había vivido en Venezuela hasta ese momento” (P.6).



EL PENSAMIENTO POSITIVISTA COMO BASAMENTO DEL AUTORITARISMO EN VENEZUELA

El hombre no es libre de obrar

sino sujeto a las leyes infranqueables de su organización,

y dentro de esta misma esfera,

no puede emplear una facultad

cuyo uso, o no posee o no conoce.

Rafael Villavicencio

  1. El análisis historiográfico

El historiador arriba citado enumera una serie de obras realizadas por el llamado “Autócrata civilizador”, lo que le permite afirmar que su obra de gobierno fue brillante pero al mismo tiempo nos informa que el poder que este gobernante aglutinó en sus manos fue incalculable, para ello hizo una serie de cambios en las leyes e instituciones que componían el Estado, de alguna manera un Estado a su medida. ¿Por qué hablar en este punto de Antonio Guzmán blanco? Porque en la época de Guzmán Blanco está presente, en las últimas tres décadas del XIX, ese enfoque del poder, de lo político y de su ejercicio que concibe al caudillo con un mal necesario para poder modernizar al país. Se le atribuye a Guzmán la frase de que “Venezuela es como un cuero seco, que si no se levanta por un lado se levanta por el otro”.

Al respecto dice Carrera Damas (2005):

El ingenio político y la elocuencia del general Antonio Guzmán Blanco le permitieron sacar gran provecho de la conmemoración de Centenario del nacimiento de Simón Bolívar. Para este fin no tuvo empacho en cambiar al héroe nacional de consecuente adversario del liberalismo reformista y de la democracia, reunidos en el federalismo, en la estrella norteña del federalismo y la federación, que el general pretendía personificar, para legitimar con ello su política autoritaria nominalmente federalista y en los hechos crudamente centralista, puesto que era practicada teniendo como eje una autocracia desembozada (P. 25)

.

La pretensión de Guzmán era convertir a Caracas en la París de América, en llevar a Venezuela a ser el emporio suramericano que replicara las grandes naciones europeas; para eso era necesaria su figura, sólo él podía recoger el testigo del Bolívar que tanto se esforzó en divinizar. Esta pretensión modernizadora lo justificaba en el poder, afirmado en la corriente positivista que venía de Europa y que pugnaba contra lo que llamaba el viejo régimen; de estas aguas había bebido ya a los 14 años, según sostiene González (2007), cuando el joven “Antonio Guzmán Blanco inicia otro ciclo de su formación, en este caso, en la Universidad Central, donde se gradúa como bachiller en filosofía” (P. 53).

Las influencias europeas y vientos de cambio se perciben en la Universidad en la que estudiará Guzmán en lo que la historiadora venezolana María Elena González Deluca llama tímidos reformas, tales como clases dictadas en Castellano y no en Latín, como era la tradición. Esta influencia del pensamiento positivista se consolidará, como es obvio, en Guzmán en sus estudios de Derecho.

En el periodo que va de 1870 a 1899, Antonio Guzmán Blanco gobierna a Venezuela, esté en la presidencia o no lo esté, cuando esto último ocurra gobernará a través de sus títeres. En ese tiempo desarrolla a pie juntillas los postulados comteanos tales como gobernar con mano de hierro para hacer avanzar a la sociedad, modernización (sobre todo física) de las ciudades, Caracas fundamentalmente; énfasis en la enseñanza de las ciencias naturales y relegación de las disciplinas escoláticas tales como la filosofía y la teología; exclusión de lo político y de lo público del clero, que hasta ese momento había administrado y atendido sectores tan vitales como la educación, la salud, cementerios, etc., puesto que el Estado nunca se había ocupado de estas áreas. Una constante que vamos a conseguir en todos estos regimenes justificados por los intelectuales positivistas va a ser que detrás de cada medida populista y/o supuestamente a favor de los sectores populares va a estar un conjunto de medidas, leyes y decisiones autoritarias y de afianzamiento en el poder; así Guzmán decreta en 1870 la educación pública y gratuita y luego introduce una serie de cambios y reformas que no buscan sino perpetuarlo en el poder, es así como ya antes hemos mencionado, se queda tres décadas en él.

En Venezuela, según el análisis del historiador Blanco Muñoz (2007), “El positivismo se hermana con el liberalismo, presente en nuestro esquema político desde los inicios de las labores independentistas, fines de la Guerra Federal, y hasta el presente ha prevalecido aquí la unidad positivismo-liberalismo” (P.G.4). Antonio Leocadio Guzmán, padre del Antonio Guzmán Blanco, es nada menos y nada más que el fundador del partido liberal en la IV República; esa es precisamente la herencia intelectual y política que recoge “El ilustre americano”.

Hay que tener muy en cuenta que es liberalismo el que representa esperanzas de cambios y de progreso populares, se suponía, y muchas interpretaciones historiográficas actuales, aún suponen, que los liberales eran más afines y cercanos al pueblo; sin embargo, los hechos nos demuestran después que la tendencia liberal no hizo sino aglutinar a los descontentos con los conservadores porque, o no se le había abierto un espacio en la Oligarquía Conservadora, o porque se les había expulsado de ella; de ahí que monten tienda aparte y se hable entonces también de Oligarquía Liberal; es decir, dos élites pugnando por el poder, ni más ni menos.

Para Casanova (2007), del Instituto Centroamericano de Estudios Políticos, nuestra herencia es una cultura política caudillista; según este investigador estamos habituados a tener en nuestras instituciones un “jefe supremo”, un jefe que lo controla todo. Por eso, plantea el autor: “se confunde el liderazgo con el caudillismo político, lo que ha hecho que la población elija gobiernos de estilo autoritario y militar” (P. J 6). Los intelectuales venezolanos positivistas han sostenido que este es nuestro “modo de ser” y por esa vía han justificado la sempiterna presencia de hombres fuertes en el poder.

Se le atribuye a Rafael Villavicencio (1838 – 1920) la introducción del pensamiento positivista en Venezuela, así lo explica Kohn (1970), en su obra Tendencias positivistas en Venezuela: “Villavicencio se ocupará de explicar sistemáticamente el pensamiento de Comte, tanto desde la cátedra como en las diferencias conferencias y discursos dictados y publicados a largo de los tres últimos decenios del siglo pasado. A él, en particular, se debe el conocimiento directo que los venezolanos tuvieron del filósofo francés” (P. 89). Sobre esos discursos pronunciados entre 1866 y 1869, de los que habla Kohn, hay que puntualizar, siguiendo lo que se expone Monografías.com (2007) que “no solo perseguía trasmitir las ideas conceptuales del Positivismo sino que se deja entrever un mensaje político, la búsqueda de una Filosofía que vigorice con sus principios el progreso del país dentro del orden y estabilidad institucional en momentos de grave disolución”.

Es clarísimo aquí como el progreso positivista europeo, sustentado en el “orden” y en la “estabilidad” es trasvasado a la realidad venezolana. La pregunta que no se plantea por ningún lado es, ese orden ¿a quién beneficia?, ¿desde qué categorías ontológicas y antropológicas está planteado? ¿Desde qué lógica se enuncia? Evidentemente desde la racionalidad moderna, de donde procede el positivismo, no desde la realidad venezolana del momento que es (des) calificada de desorganizada, anárquica y disoluta.

2. El “Cesarismo democrático” de Vallenilla Lanz

El autor que mejor recoge y sintetiza esa visión sociopolítica que modela el positivismo en nuestra patria es probablemente Laureano Vallenilla Lanz, padre oficial de la tesis del “Gendarme Necesario”. Esta tesis ya venía siendo planteada por el autor en artículos y conferencias, pero será en 1919 cuando la elabore en forma orgánica al publicar, por vez primera, su conocida y comentada obra Cesarismo democrático. Allí escribirá Vallenilla (1919):

Si en todos los países y en todos los tiempos – aún en estos modernísimos en que tanto nos ufanamos de haber conquistado para la razón humana una vasta porción del terreno en que antes imperaban en absoluto los instintos – se ha comprobado que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hayan hoy establecido, existe siempre, como una necesidad fatal ‘el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira el temor y que por el temor mantiene la paz’, es evidente que casi todas estas naciones de Hispano América, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta, el Caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social, realizándose aún el fenómeno que los hombres de ciencia señalan en las primeras etapas de la integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se imponen. La elección y la herencia, aún en la forma irregular en que comienzan, constituyen un proceso posterior (P. 165)

.

Desde estas premisas Vallenilla justificará, por ejemplo, la figura de José A. Páez. Un hombre que, sin haber sido formado para el ejercicio de la política, dirigió los destinos del país de manera tal que logró mantener la paz y el orden en la sociedad venezolana. Incluso el autor llega a justificar a Bolívar cuando éste, frente a la insubordinación y rebeldía de Páez, lejos de condenarle, le perdona; para Vallenilla es claro que Bolívar sabía que retar a al Centauro de los llanos era llamar a otro enfrentamiento civil; bastaba ya con el de la guerra de independencia, que había dejado 14 años de muerte y desolación, según el enfoque de Vallenilla.

Ahora, el autor va mucho más allá de afirmar que son los hombres fuertes los que pueden dirigir el Estado en nuestro país. Vallenilla (1919) denigra de los que “creían en la panacea de las constituciones escritas sin sospechar siquiera la existencia de las constituciones orgánicas que son las que gobiernan las naciones” (P.166). En la cultura política del venezolano – del culto en una gran mayoría, del medianamente culto y del nada culto – es bastante difícil conseguir personas que sepan hacer la distinción entre Estado y gobierno, nociones que para la política moderna y para cualquier europeo actual, medianamente informado, están bien delimitadas. Según Vanni, citado por Gómez (2004), Estado “es un pueblo con territorio determinado, ordenado jurídicamente bajo un poder supremo para conquistar la capacidad de querer y obrar como un todo para fines colectivos, a fin de constituir así una personalidad distinta” (P. 108). Gobierno, por su parte, es definido por el mismo Gómez (2004) como “el conjunto de funcionarios, electos o nominados, sobre los cuales recae la dirección, administración y manejo de los intereses públicos” (P. 108). En Venezuela lo que conseguimos es una consubstanciación de ambas entidades al punto de que hablar de gobierno y de estado es todo lo mismo. Desde la guerra de independencia, pasando por personajes como José A. Páez, Antonio Guzmán Blanco, Juan V. Gómez, Marcos Pérez Jiménez, Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez o Hugo Chávez, por nombrar a algunos de los más representativos, lo que conseguimos son caudillos, carismáticos y autoritarios, que, en lugar de amoldarse al Estado, convierten a este último en instrumento de sus utopías, de sus riquezas y de sus miserias. Todo esto consigue plena justificación desde la tesis formulada por Vallenilla (1919), puesto que:

Como el bárbaro germano en el antiguo mundo, el llanero venezolano al entrar en la historia introdujo un sentimiento que era desconocido en la sociedad colonial, vivo reflejo de la sociedad romana, según lo observó Don Andrés Bello. El llanero, como el bárbaro, como el nómada en todos los tiempos y en todas las latitudes, se caracteriza por ‘la afición a la independencia individual, por el placer de solazarse con sus bríos y su libertad en medio de los vaivenes del mundo y de la existencia; por la alegría de la actividad sin el trabajo; por la afición a un destino azaroso, lleno de eventualidades, de desigualdad y de peligros; tales eran sus sentimientos dominantes y la necesidad moral que ponía en movimiento aquellas masas humanas. Mas a pesar de esta mezcla de brutalidad, de materialismo y de egoísmo estúpido, el amor a la independencia individual es un sentimiento noble, moral, cuyo poder procede de la humana inteligencia (…)” (PP 185 y 186).

3. A modo de cierre

Una idiosincrasia como esta no puede sino ser conducida por un caudillo que se identifique con él, que lo sepa premiar o castigar, según sea el caso. Visto así, la naturaleza de la institución del Estado, que por definición es metafísica pues trasciende a hombres y épocas, se ve sometida al carácter autocrático de un gobernante; en cualquier caso acá lo que pasa a ser institución es el carácter autoritario que deben tener los gobernantes. Esto es clarísimo en la cantidad de cambios y constituciones que hemos tenido desde 1830 para acá; ese fue el caso de Guzmán Blanco, de Gómez – que la modificó siete veces – y de Hugo Chávez más recientemente, cuyos partidarios, con cierta frecuencia le atribuyen el fracaso de las políticas públicas implementadas por la administración actual, no a la mala gestión del presidente sino a la desorganización de las comunidades, a la apatía del venezolano o la mala voluntad de la oposición; cualquier cosa justifica al “tirano honrado” que no quiere sino “lo mejor para su pueblo”; ese pueblo, que según Gil Fortoul(1980), en su texto Filosofía Constitucional de 1906, debe pasar por el proceso siguiente: “Del estado anárquico primitivo los grupos humanos se elevan por grados sucesivos, pasando por los estados despótico, teocrático, monárquico, hasta llegar al estado constitucional. Desde aquel envilecimiento hasta la cima de la civilización, dice Buckle, hay una larga serie de grados consecutivos, en cada uno de los cuales se desprende algo del imperio de la fuerza para entrar en la autoridad del pensamiento” (P. 473). Se nos pudiese argumentar que esto lo planteaba Gil Fortoul a principios del siglo pasado y que la realidad y la visión de las élites (hoy devenidas en vanguardias revolucionarias) han cambiado, pero llama poderosamente la atención el análisis, o constatación, de la realidad que se hace en las Líneas Generales del Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2007-2013; allí se puede leer:

“La necesidad del nuevo proyecto ético Socialista Bolivariano parte de la constatación de una realidad cuyos rasgos dominantes son:

· La confrontación entre un viejo sistema (el Capitalismo) que no ha terminado de fenecer, basado en el individualismo egoísta, en la codicia personal, y en el afán de lucro desmedido, y un nuevo sistema (el Socialismo) que está naciendo y cuyos valores éticos, la solidaridad humana, la realización colectiva de la individualidad y la satisfacción racional de las necesidades fundamentales de hombres y mujeres, se abre paso hacia el corazón de nuestra sociedad.

· La pobreza material y espiritual en la cual permanecen aún millones de venezolanos, por lo mismo, imposibilitados de satisfacer sus necesidades primarias y desarrollar la espiritualidad inherente a toda persona.

· La sustitución de la cultura del trabajo creador y productivo por la subcultura de la corrupción y el soborno como medios de acelerada acumulación de bienes y riqueza monetaria, extendida en importantes sectores de la sociedad.

· El uso y la promoción de la violencia sicológica y material que los medios de comunicación utilizan como factor para configurar en la subjetividad del ciudadano, la convicción de la imposibilidad de vivir en paz, en democracia y en la confianza de que es posible la realización común”.

El perfil que acá se elabora del pueblo venezolano nos lo presenta como egoísta, pobre (sino miserable), tanto en lo material como en lo espiritual, sumido en la subcultura de la corrupción y el soborno, violento e imposibilitado para vivir en paz y democracia. Si esta es la realidad, seguimos siendo percibidos por los gobernantes igual de bárbaros que a finales del XIX y principios del XX. Dicho de otra manera, seguimos tan necesitados de un gendarme necesario como hace siglo y medio; esto evidentemente justifica toda clase de autoritarismo. Para muestra, sólo un botón. El actual mandatario nacional ha llegado a decir, en su programa dominical, “Alo, presidente”, para justificar la reelección indefinida introducida en la “reforma constitucional” por el propuesta (impuesta para muchos analistas), que él no puede dejar el poder puesto que es él como el pintor que ha comenzado el cuadro, y sólo él sabe por donde va el trazo, como va a terminar la pintura. Quizás por esto, Rodríguez (1982) piensa que “La mentalidad positivista domina todavía en muchos hombres en América Latina. Las proliferaciones de una mentalidad positivista son fecundas y variadas; presentan una gama compleja de colores y matices diferentes" (P. 23).

CONCLUSIONES

Para Kant (2004): “Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada” (P. 42). Este planteamiento kantiano nos está diciendo que más allá del positivismo, el pensamiento moderno, como tal, ya de por sí parte de una concepción del mundo eminentemente evolucionista, desarrollista dirán los críticos de la Sociología en América Latina en la década de los noventa, del siglo XIX. El positivismo no viene sino a reconfirmar un planteamiento que está muy a la base de las instituciones y prácticas de la modernidad, que es la que, a fin de cuenta, moldea y diseña el quehacer político latinoamericano y venezolano, cuando menos en la teoría.

En Venezuela pareciera que la creencia, devenida en institución, de que, según Morón (1974): “El hombre fuerte era necesario en la sociedad” (P. 469.) llega para quedarse. Son los hombres fuertes y autoritarios los que parecen estar justificados en el poder, ideológicamente hablando; esto incluso pasa, de alguna manera, al imaginario popular expresado en la afirmación: “Aquí lo que hace falta es un militar para que arregle esto”. Los últimos nueve años, probablemente hayan modificado, en alguna medida, esta percepción que el venezolano popular tiene sobre lo político.

Hemos querido pues, contrastar la teoría filosófica positivista con su repercusión en la praxis política venezolana a lo largo de su historia y constitución como república y como sociedad. Como se ha visto, son numerosos los análisis, justificaciones y argumentaciones en ese sentido.

Es evidente pues, luego de este recorrido, que el positivismo ha venido como anillo al dedo a este afán por justificar una visión de la realidad que podemos resumir en dos términos: a) un pueblo inmaduro y desordenado y b) unos gobernantes y una manera de gobernar autoritaria, personalista e incluso despótica. Este fenómeno aparece ya en el proceso de independencia y se mantiene hasta nuestros días. El mesianismo político es su más viva expresión.

Como consecuencia de esto tenemos una relación de los gobernantes con la población sumamente distante y divorciada de la realidad popular venezolana. Los análisis de los intelectuales, científicos sociales y líderes políticos en general (sea ellos de derecha o de izquierda) siempre va a apuntar hacia la conclusión de que el líder es magnánimo y justo y el pueblo anárquico y bárbaro. Si no basta mirar la justificación que se hace por estos días ante lo que ha ocurrido con la Reforma curricular de la educación bolivariana; en el momento en el que el Presidente de la República decide frenar su aplicación, sus defensores y simpatizantes, intelectuales o no, han salido a decir que esto ocurre porque el gobernante ostenta una profunda vocación democrática, aunque en la práctica haya dado muestras reiteradas y palmarias de lo contrario. A muy pocos se les ocurre señalar que ha sido la vocación democrática popular la que se ha impuesto, porque pareciera que detrás está esa visión positivista de que el pueblo popular venezolano no es capaz de elegir, y encima hacerlo bien y acertadamente.

El resultado del trabajo nos mueve necesariamente hacia los interrogantes siguientes: ¿Qué noción de pueblo manejan nuestras élites intelectuales y dirigentes? ¿Realmente es inmaduro un pueblo que se ha mantenido en pie de lucha defendiendo cultura, vivencia e incluso, por qué no, manera de pensarse a sí mismo, aunque no siempre esto sea explícito en el discurso racional? ¿Qué formas y prácticas políticas habría que generar a partir de la antropología venezolana popular? ¿Es la visión evolucionista y reduccionista del positivismo en particular, y de la modernidad en general, la única existente? ¿No habrá llegado la hora de pensar una sociología del conocimiento popular venezolano que nos permita deslastrarnos de los modelos sociológicos, económicos y políticos foráneos?

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[1] Para una exposición más detallada del tema se pueden consultar: 1) Foucault, M. (1995). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI y 2) Foucault, M. (2000). Un diálogo sobre el poder. Madrid: Alianza.